jueves, 5 de julio de 2007

La otra cara de Caracas

Detrás de las calles congestionadas de carros, mototaxis, vendedores informales, indigentes y centenares de peatones que van y vienen, Caracas, metrópoli caribeña por excelencia, tiene un rostro más amigable: hombres y mujeres pertenecen a esa estirpe de venezolanos que a través de sus oficios atesoran en sus manos, en sus ojos, en sus recuerdos y en sus anécdotas herencias venezolanas que aún hoy forman parte de nuestro imaginario social

Para muchos, Caracas ya no es la capital más amable de los trópicos, ensalzada por Aquiles Nazoa; tampoco la ciudad de los techos rojos; evocada por el cronista Enrique Bernardo Núñez; ni la de las esquinas, descritas espléndidamente por Carmen Clemente Travieso y, quizás, ni la de las anécdotas de Lucas Manzano. Es, en cambio, la ciudad de la buhonería, del caos del Metro, de las calles llenas de huecos, de las esquinas repletas de basura, de las plazas-dormitorio de muchos indigentes.

Es, para otros tantos, la capital reina del desorden y la burocracia; del señor guiso y del trigrito para poder resolver quince y último de cada mes. Es la ciudad de niños y adolescentes malabaristas que al atardecer se plantan en un semáforo y traducen el drama de una sociedad cada vez menos capaz de dar respuestas satisfactorias a las necesidades de los más jóvenes. Es metrópoli de inconformidades y desilusiones. Es, en definitiva, una gran ciudad con mil rostros que hacen de ella una imagen un tanto deforme

No obstante, detrás de esa fealdad y crudeza se esconde un rostro único y bello, se oculta una ciudad feliz detrás de la máscara de nuestra historia: día tras día, caraqueños, merideños y cumanenses revitalizan nuestra idiosincrasia a través de oficios de antier.

Así, un viernes después de las 4:00 pm, cuando muchas de las calles de Caracas están atiborradas de empleados que salen de trabajar, de niños que salen de las guarderías, de estudiantes que salen de clases a tomarse un par de cervezas, la señora Luz ha terminado de vender más de 50 arepas, el señor Antonio ha lustrado más de 10 pares de zapatos y José ha vendido cerca de 50 periódicos. En las plazas, las aceras y las avenidas, la historia de muchos oficios venezolanos se expande entre el bullicio y el modernismo citadino.

El mensajero de Dios
Más hacia el centro de la ciudad, en la primera plaza de Caracas, la Plaza Bolívar, está la antigua estatua de El Libertador, flanqueada por la sede de la Alcaldía Metropolitana, el Palacio Municipal, el Arzobispal, la Catedral y la Cancillería. Allí, Jesús Coronado cumple su jornada de oraciones todos los días. “Señor, bendice mi entrada y mi salida, haz de mi un hombre de bien, bendice a mi pueblo y a mi presidente Hugo Rafael Chávez Frías”, exclamó con sus brazos abiertos ante un una decena de hombres que escuchaban con atención sus plegarias.

La audiencia es un poco mayor a la de un día cualquiera, por ser 26 de diciembre. “Aquí vienen muchos a orar, a recibir la bendición de Dios, sobre todo en estas fechas, porque quieren enmendar sus errores y comenzar con buen pie el próximo año”, explicó mientras secaba el sudor de su frente con un pañuelo rojo carmesí.

“Ser mensajero de la palabra de Dios no es fácil en esta ciudad tan congestionada. Aquí, hemos intentando, desde hace más de 10 años, abrir un espacio para la fe y para al reflexión”, comenta el orador. Y es tan cierto lo que dice Coronado que, inclusive, los guardias patrimoniales del Palacio Municipal, ensalzan la honorable labor. “Aunque no es nuestra trabajo, intentamos protegerlos, porque siempre hay alguno que no valora lo que ellos hacen. Y aunque no soy evangélico, respeto el trabajo que el señor Jesús hace por los demás”, exclamó Luis Figueredo, modesto y discreto guardia.

Minutos después de un breve descanso, Coronado, imperturbable evangélico, prosigue su letanía, mientras unos comen, otros se ríen de él y otros miran a las ardillas que aún sobreviven en los árboles de la imponente plaza. Hay pausas seguidas, interrupciones inesperadas de vendedores de chocolates y gomitas. Inclusive, hasta se oye a lo lejos una cuña para la emisora 1260 AM, estación evangélica predilecta.

El eterno vigilante
Cerca de la Iglesia Corazón de Jesús, ubicada también en el centro de Caracas, existe un peculiar kiosco de ventas de flores llamado “Flores de Galipán”. Es propiedad de Esmeralda Chacón Borrego, merideña de mediana edad, de tez muy blanca y cabello lacio. “Este negocio es y será mi herencia familiar. Aquí crecí y me convertí en madre y aquí se han criado mis hijos”, relató mientras cortaba las espinas de un ramo de rosas. “Tenga, joven, son 20 mil bolívares”, le dijo a un muchacho que esperaba el pequeño ramo.

Sin embargo, la peculiaridad de este puesto de venta informal escapa de las anécdotas familiares de Chacón. Desde hace más de 5 años, después de las seis de la tarde y hasta las siete de la mañana, “Paco”, conocido indigente de la zona, vigila y duerme detrás del tarantín amarrillo, en un viejo sillón de tres patas. “Un día llegué más temprano de lo normal y me asusté porque vi a un hombre de lo más cómodo echado en un sofá. Le pegué tres gritos, salió corriendo, pero al día siguiente lo volví a ver. Entonces, decidí llegar a un acuerdo con él: dormiría aquí sólo si me cuidaba el kiosco. Hasta ahora no me ha fallado… es un tipo buena gente”, narró Chacón.

Así, Paco, un 2 de enero duerme plácidamente en su sillón destartalado bajo la luz tenue del amanecer. Él, a igual que muchos otros jóvenes, descansa a la gracia de Dios en una de las capitales más peligrosas del continente. Allí, justo en frente de una de las iglesias más visitadas, Paco ha hecho de su indigencia, señal de menoscabo y deterioro, un lugar propicio para ejercer un oficio honesto, para trabajar como cuidador, como celador de la esquina de Corazón de Jesús.

Barriga llena
En la avenida Baralt, una mujer y hombre, con oficios diferentes, madrugan todos los días para trabajar entre smog, carros y transeúntes. “Venga y llévese su arepa de pernil, de queso, de perico, de dominó. Todas a 4000. Riiiicas areeepas”, grita con entusiasmo y con su característico acento maracucho Luz Arrieta, al son del vallenato que se escucha en el radiecito que tiene en el mesón. “Aquí quien se come una de mis arepas o repite, o vuelve”, profesa con orgullo.

Cuando se trata de comer arepas, no existe ni clase social ni género que valga. Por eso, allí, entre el bullicio capitalino, entre los cornetazos, hombres con flux, buhoneros y estudiantes se deleitan con el alimento típico que ha ocupado y ocupa un merecido lugar en la mesa de las familias venezolanas. “El pan del pueblo”, como también se conoce, es el punto de encuentro de toda nuestra herencia histórica, social y cultural.

miércoles, 4 de julio de 2007

Consideraciones para seguir a la hormiga

Camine lentamente. No mire hacia atrás, ni hacia su lado derecho. Tampoco mire hacia adelante. Sólo camine; camine... justo en la esquina de la Botica... V... encontrará alguna guarida.